La mujer del vestido rojo se acercó a la barra. Todos los hombres del bar tenían los ojos rojos. Bebían de sus ojos rojos. De sus pollas rojas encendidas. La mujer disimulaba los defectos de los hombres sonriendo. En el fondo se apiadaba de ellos. Podía elegir. Seducirlos, secuestrarlos, ahogarlos en una charca en la trasera. Y los hombres sonreían pensando que la mujer –que iban a pensar- les había caído en gracia. Se elevaron los pantalones al tiempo, en un demostrar que la inteligencia se hallaba oculta bajo un calzoncillo algo amarillento. Y la mujer se cruzó de piernas, porque ninguno de los hombres contempló aquella escena en ninguna película. ¿No recordáis a Rita?, les hubiese susurrado al oído. Sobraba ya el humo y era hora de marcharse. De un trago el whisky y una llamada telefónica. Los hombres se miraron, compungidos, asustados, la presa detrás del escaparate. Todo se detuvo como sombra de un fósil. La batalla duró apenas los minutos de un sepelio. Entró una mujer, vestía de rojo. Más rojo para los hombres. Sonríeron. Las mujeres se besaron en la boca. Dos whiskys. Después de un buen beso con calambres y sudores. Los hombres volvieron a sus vasos, los ojos blancos, el rojo quedó en los vestidos. Los pantalones más bajos que el barro. El camarero limpiaba los vasos, ajeno a todo.
Texto: Adolfo Marchena
Imagenes: Brassaï
Texto: Adolfo Marchena
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